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  • Writer's pictureMarissa Galván

Del silencio al gozo

Updated: Apr 2, 2019


El silencio del invierno

Desde que vivo aquí en los Estados Unidos, me asombran los cambios de estaciones. En Puerto Rico, en donde nací, las estaciones usualmente son más o menos lluvia. Sin embargo, me parece un milagro ver como durante el invierno, los árboles dejar de crecer, no hay que cortar la hierba y la naturaleza parece caer en un estado de silencio.


Jack London, un escritor famoso cuyas historias usualmente se desarrollan en el Yukon describe el silencio del invierno en una historia llamada El silencio blanco.


«La naturaleza tiene muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud -el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo-, pero la más tremenda, la más sorprendente de todas es la fase pasiva del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio, y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz».

El silencio blanco nos convence de nuestra finitud. Nada se mueve. Todo el crecimiento para. Todo se detiene, hasta que la primavera comienza a romper el silencio. Los narcisos comienzan a salir de la tierra con sus amarillos y verdes. Las flores de los árboles comienzan su alabanza de colores. No hay nadie que pueda negar que esto está sucediendo. El silencio está acabando... y parece ser sustituido con una celebración de vida, con una canción de júbilo... y con una invitación a pasar la cortadora.



Mientras callé

Se dice que el Salmo 32 es un salmo de acción de gracias individual que celebra el perdón de los pecados y la renovación espiritual. El salmo comienza con estas palabras. «Bienaventurado o verdaderamente feliz aquel cuya transgresión ha sido perdonada y ha sido cubierto su pecado».


Sin embargo, dentro de esta celebración hay una advertencia que viene cuando el salmista describe lo que sucede cuando un ser humano cae dentro de los efectos espirituales y psicológicos de no reconocer su pecado. El salmista proclama «mientras callé se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día».


El silencio, el esconderse, el no reconocer las cosas que nos separan de Dios y de otras personas, la culpabilidad, el sentimiento de que algo no está bien en nuestra relación con Dios y con otras personas... estas cosas son cargas reales y pesadas para nuestras vidas. Nuestros huesos envejecen. Nos pasamos de gemido en gemido. No podemos concentrarnos. El estrés se apodera de nuestras vidas. Dejamos de crecer. Nos vence el miedo. Dejamos que el silencio nos consuma de tal manera que sentimos que no merecemos el amor de Dios... o cualquier otro tipo de amor.



La confesión del hijo pródigo

El pasaje del evangelio para el cuarto domingo de Cuaresma nos da un buen ejemplo de cómo el silencio nos aísla. Es la parábola del hijo pródigo. Cuando este hijo, el más joven en su casa, gasta todo el dinero que le ha pedido su padre, da la casualidad que comienza una hambruna en el lugar donde está. Él no encuentra que comer y no tiene dinero para poder vivir. Con todo y eso, su primer instinto no es dejarle saber a su familia lo que está pasando. Prefiere trabajar con cerdos que reconocer que necesita arreglar las cosas con su padre. Trata de ser valiente y se mantiene en silencio... pero su vida va tan mal que envidia la comida que le está dando a los cerdos. Es en ese momento que el evangelio nos dice que el joven «vuelve en sí». De repente surge un despertar en su ser y se da cuenta de que tiene que romper el silencio y admitir el mal que ha hecho: «me levantaré, iré a mi padre y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo"». Necesita arreglar las cosas... así que vuelve a casa, arrepentido por lo que ha hecho.



El perdón del padre está garantizado. El padre corre hacia el hijo y lo abraza, casi sin dejarle hablar.



El silencio después de la confesión comunitaria

Todos los domingos recibimos una invitación a arreglar nuestra relación con Dios... esa invitación viene en medio de un silencio. Después de hacer la confesión comunitaria, la pastora se para y nos invita a confesar nuestros pecados a Dios. Ya hemos confesado comunitariamente y quizás las palabras de la confesión nos han recordado qué cosas en nuestras vidas no están bien. Pero lo que sigue es un silencio incómodo. Un silencio que debe ser llenado con palabras de arrepentimiento, perdón y paz. Un silencio que Dios quebranta con palabras de gracia y de perdón. Sin embargo, en ocasiones el silencio permanece. Permanece lleno de frío, de miedo, de ceguera. Ha veces nuestras mentes están llenas de pensamientos sobre cuándo acabará el silencio, sobre cuándo la pastora se parará a hablar. Y la posibilidad de la primavera nunca llega. Y las flores de gracia no florecen... y no volvemos en sí y nuestros huesos siguen envejeciendo.



Voy a confesar

Sin embargo, vemos como el salmista, dentro de su silencio, tiene una transformación. Cuando admite su pecado ante Dios, cuando no esconde su culpa, entonces abre su corazón y recibe perdón y gracia.


Cuando el hijo pródigo está de camino a la casa de su padre... su padre está pendiente de su llegada, aún si él saberlo. Cuando ve a su hijo a la distancia, no necesita escuchar el discurso que probablemente el hijo se ha estado repitiendo una y otra vez de camino a casa. El perdón del padre está garantizado. El padre corre hacia el hijo y lo abraza, casi sin dejarle hablar.


Dios remueve la culpa. Dios perdona el pecado. Y este perdón nos restaura... restaura nuestras relaciones, restaura el crecimiento, restaura la paz y restaura el gozo.


Del silencio, nuestras vidas pueden ser transformadas en gozo. El salmista termina su salmo con estas palabras: «Oh justos, alégrense en el SEÑOR y gócense; canten con júbilo todos los rectos de corazón».


Hay una verdadera invitación en este salmo. Abran sus ojos. No se queden en el silencio. ¡Vuelvan en sí! Reconozcan que el pecado les separa de Dios y de otras personas. Arrepiéntanse. Pidan perdón. Corrijan sus relaciones con Dios y con las personas a las que necesiten pedir perdón. Arreglen sus vida... y podrán florecer... podrán vivir en la primavera de la gracia... y podrán cantar con júbilo.


Los narcisos comienzan a salir de la tierra con sus amarillos y verdes. Dios nos da la gracia para florecer.

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